Noté el frío del suelo en mi rostro. El dolor era tan intenso que mi conciencia comenzaba a atenuarlo separándome de la realidad. La única sensación que era capaz de sentir era el latir de mi corazón; todo mi cuerpo latía al mismo tiempo, las heridas de mi cabeza, el intenso miedo en la boca de mi estómago la sangre que mojaba mi frente…
Conté, siempre hacía eso cuando estaba nerviosa o tenía miedo, 1, 2, 3…. ¿Cuánto queda para mi muerte?.
Recordé a Inés corriendo por la playa y riéndose con esa risa aguda y hermosa, única y al
mismo tiempo como la de todos los niños. La vergüenza me invadió una vez más, como lo hacía cuando me limpiaba las heridas, como cada vez que me miraba al espejo. Pero esta vez era diferente. Tendida en el suelo sabía que no habría más moratones que cubrir, sabía que cada número que contaba, 47, 48… era un segundo de vida menos, o un segundo de vida más.
Noté un líquido cálido mojando mis pantalones, ¡Dios mío! 65, 66, 67….
Quería dejar de latir, quería dejar de sentir, llorar, gritar, pero sólo podía seguir contando.
Y la agonía de contar número tras número, sabiendo que al final dejaría de hacerlo me empujaba a querer contar cada vez más deprisa.
En el 101 se acabó. 101 segundos contando, sufriendo, para esto.
No hay moraleja para mi muerte, no hay final triste ni final feliz, simplemente final.
La muerte es la nada, no son recuerdos, ni vidas mejores, ni semillas en este mundo. La muerte es la nada y es a la nada a lo que nos dirigimos, me arrepentí de no habérselo dicho a Inés nunca. Recuerda que la muerte es la nada, es el negro, es el vacío.
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